viernes, 1 de abril de 2011

divagues post-trauma en el laboratorio.

Un arduo día de trabajo, mis ojos están cansados, mis pies duelen, mi único deseo dormir, mi cabeza a punto de estallar y mi cuerpo que se mantiene en pie solo por inercia, camino despacio como disfrutando el cansancio, mi bitácora parece mucho más pesada de lo normal, mi cabeza esta echa un lío, abro la puerta del laboratorio y allí está, el mejor regalo del mundo, un atardecer como ningún otro, el dorado de las plantas que se pierde en el infinito rosado, las nubes dando el toque de misterio y el aire como un abrazo majestuoso en el que se funde todo lo existente. Y entonces un momento cualquiera de pronto se convierte en el momento perfecto, esa clase de momentos en los que todo parece recobrar el sentido, el esfuerzo realizado parece abonado a una causa real, y aunque no existe una certeza de que es lo que está bien, por lo menos estas seguro de que no hay nada mal, algo dentro de ti se detiene, hay un silencio prolongado, luego una voz débil que va cobrando fuerza, te reúsas a escucharla pero ella no está dispuesta a ceder, grita con todas sus fuerzas, primero parece una queja, pero luego descubres que se trata de una exigencia, una plegaria aplastada, empolvada, olvidada, eres tú, que se reúsa a seguir viviendo de la misma manera, es tu yo que te demanda ser feliz. Primero lo meditas, saboreas la confusión, luego das al clavo, te das cuenta de que has vivido engañado toda tu vida, claro que habías sido feliz, nadie olvida los mejores instantes de su vida, sin embargo la felicidad es más profunda que ello, porque es muy fácil ser feliz cuando todo está bien, sonreír cuando alguien más ya te ha sonreído, disfrutar de lo bueno de la vida, el verdadero reto es no permitir que las cosas te sobrepasen, dejar de lado todo aquello que al final no vale la pena, resulta que el ser feliz es una decisión.